Por:
Pablo Soroa Fernández
Los balseros de la corriente fluvial más
caudalosa del archipiélago son seguramente más expertos, y fueron
inmortalizados en la afamada canción de Juan Almeida (Yo soy Balsero del Toa),
pero no están exentos de méritos los que navegan con su cayuco por uno de los 71 tributarios de aquella.
No hay que olvidar que en 1955 las aguas
de ese afluente, en contubernio con el ciclón Hilda, derribaron el primer
puente prefabricado construido en la llamada pseudorrepública. Sus restos
pueden apreciarse aún a la vera de ese torrente.
Unos y otros, sin embargo, dominan a la
perfección, con elegancia, el oficio para el cual son imprescindibles no sola
la balsa y la imprescindible vara, sino cierta gracia, dotes de equilibristas y
aplomo.
Pero ser “cayuquero” exige agilidad y
saber no fuera del agua, sino dentro de ella, que es lo difícil.
Pero, a no dudarlo, hay diferencias entre
ambos. Los del Toa surgieron por la necesidad, que es siempre la que crea el
órgano; los del Quibiján. El periodista conoció a uno de estos que construyó su
balsa con el único fin de trasladar en ella a los niños hasta la orilla
contraria donde está la escuela.
Cuando este subordinado del Toa crece, “no
da paso”, como dicen los guajiros, y la educación de los hijos hay que
garantizarla contra viento y corriente, aunque esta sea la de un río muy
potente.
Aunque entristezca pensarlo, el oficio de
“cayuquero”, está llamado a extinguirse. El desempleo y el hambre no existen ya
en los montes más inhóspitos de la
Isla y aquel medio de sustento pierde fuerza.
Hoy, en cualquier punto de la lejana
Baracoa las carreteras y terraplenes desplazan a la vía acuática y el que no
trabaja es por su arbitrio.
Perdurará, sin embargo, el encanto y la
poesía que son su remar de décadas trajeron esos hombres al sitio más
paradisíaco de Cuba y del Caribe Insular.
Parafraseando al poeta en una de sus
Rimas... Podrá no haber balseros, pero siempre…
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